14 Octubre, 2008
Días atrás, en una de esas aberraciones que se publican con enfermiza frecuencia en los periódicos cubanos, y cuyo título no es preciso mencionar, se hacía referencia a las clínicas mutualistas, en las que antes de 1959 se prestaban servicios médicos a los socios que pagaban una mensualidad por ese derecho. En aquel enrevesado texto se presentaba esta variante de servicio de salud cooperativo como un privilegio de la medicina prerrevolucionaria del que solo podían gozar los que contaban con recursos medianamente elevados y al que las clases humildes no tenían acceso.
Me sentí verdaderamente sorprendida ante tamaño embuste. Yo no sé cómo serían las cosas en un pueblito perdido como Birán, lugar donde los más pobres campesinos cobraban de sus patronos salarios de miseria, gracias a lo cual vivieron con toda holgura y pudieron estudiar los campesinos ricos, hijos de esos propietarios; pero sí puedo asegurar que aquí, en la capital, toda mi familia mis abuelos, mis padres y mis hermanos, así como mis tíos y primos, éramos “asociados” de alguna clínica mutual; y ninguno de nosotros era hijo de terratenientes, ni siquiera de pequeños comerciantes o de propietarios de inmuebles, sino –como en mi caso personal- nieta de un humilde vendedor ambulante de café cuyos clientes eran, en su mayoría, los trabajadores de la Droguería Sarrá (Teniente Rey y Compostela, en La Habana Vieja) e hija de un obrero calificado y una ama de casa. Todos nos atendíamos en la clínica Acción Médica, ubicada en Coco y Rabí, Santos Suárez, donde nacimos mis hermanos y yo; por cierto, mediante cesárea, sin que esto significara un incremento de la cuota mensual (unos 2 pesos mensuales) que se pagaban por cada miembro asociado. El chequeo médico periódico que nos hacían allí estaba incluido en el pago de esa mensualidad, siempre había reactivos, equipos y materiales para cada examen y éramos atendidos por excelentes profesionales. En la mutual mi madre fue operada también de las amígdalas y de una apendicitis aguda cuando era niña; allí trataban a mi hermano mayor su asma bronquial. Éramos una sencilla familia de gente trabajadora en la que los mayores trabajaban y se ocupaban de garantizar la atención médica de sus hijos.
En verdad existían muchos cubanos pobres que no tenían esa opción, sobre todo en zonas rurales. Ahora, en cambio, todos tienen la posibilidad de que los atienda un médico pero no siempre tienen el acceso a las tecnologías correspondientes para la realización certera y eficaz de un diagnóstico o a las medicinas que requiere el tratamiento de su enfermedad.
Lamentablemente muchos jóvenes ignoran que medicina gratuita hubo en Cuba incluso desde la etapa colonial. De hecho, hospitales tan conocidos como el Calixto García, Emergencias o Maternidad de Línea, por citar ejemplos, brindaban atención gratuita y de calidad durante el período republicano; sin mencionar las Casas de Socorro, más cercanas a los barrios populares y en los que se atendían también gratuitamente hasta los más humildes. Ellos, y ciertos adultos desmemoriados (que siempre los hay), podrían dejarse engañar por las tergiversaciones de la prensa; aunque, inevitablemente, también podría llegar el día en que comprueben por sí mismos las lindezas de la medicina revolucionaria.
Las clínicas mutualistas fueron barridas por la revolución hacia la mitad de los años 60 y sustituidas por los policlínicos que en un principio, como todas las cosas en este sistema, ofrecían una atención eficiente y realmente cubrían cualquier servicio médico que se requiriera en lo relativo a atención primaria sistemática, cuerpo de guardia y urgencias; hasta que en un día aciago surgió la fatal idea de los consultorios del médico de la familia, verdadero epitafio para un sistema de salud ya moribundo. Porque, hoy por hoy -lo sabemos todos- el otrora flamante sistema de salud, orgullo y vitrina del régimen, se encuentra en un estado calamitoso.
No voy a mencionar, para no abundar con verdades de Perogrullo, el deterioro e insalubridad de los hospitales, policlínicos y consultorios de barrios. Quiero ser justa en reconocer que todavía existen en Cuba muchos médicos y otros profesionales de la salud, cuyo talento y buen trato para con los pacientes es incuestionable; pero también es hora de acabar con el mito de las “gratuidades”. Y afirmo que no es gratuita la atención ni la medicina porque desde el primer momento en que se asiste con un enfermo a cualquier consulta se inicia un angustioso, largo y costoso vía crucis: una parte del personal médico especializado está “cumpliendo misión” (eufemismo con que se designa a los especialistas cubanos enviados a prestar servicios en otros países, dicen que “hermanos”) lo que provoca aglomeraciones en las salas de espera de cada consulta ante la insuficiente cantidad de médicos disponibles para los nativos de la Isla; después resulta que muchas veces no hay reactivos para los análisis que se necesitan, o no hay material para los rayos X, o los equipos de ultrasonidos, de ecocardiograma o de resonancia están averiados y entonces quedan dos opciones: o se acude a una amistad que le “resuelve”, regalito mediante, en el único hospital en que funciona un equipo, o deberá esperar pacientemente (que lo único verdadero en este sistema es el paciente) su turno de ecocardiograma o de ultrasonido para dentro de dos o tres meses, si antes no sufre el infarto.
Añádase a esto la falta de medicamentos en moneda nacional que, sin embargo, sí aparecen en CUC, por lo que los galenos, una vez determinado un diagnóstico (a veces casi mediante bola de cristal), sugieren compasivos y en voz baja a los pacientes o familiares: Ve a ver si puedes comprar esto en las farmacias de CUC, en las donaciones que entran por las Iglesias o si algún pariente o amigo te lo manda “de afuera”. Y esto no es fábula. El pasado año, meses antes de la muerte de mi padre, fue preciso comprar pentoxifilina, el medicamento que le recetó la neuróloga, que solo lo había en las farmacias de los privilegiados a un costo de18.80 CUC (algo más de 450 pesos corrientes) por la exigua cantidad de 20 tabletas. Debía tomar tres tabletas diarias, así pues, calcúlese el precio del tratamiento. Eso sin contar el proceso de avance de su enfermedad, cuando necesitó una silla de ruedas, un levín para alimentarse, una sonda de uretra con su colector, un hule anti-escaras, agujas, jeringuillas, algodón, torundas, alcohol y otros medicamentos. Todos estos recursos, inexistentes en los centros de salud, aparecieron gracias a la infinita indulgencia de familiares y amigos que pudieron ayudar y no por las bondades del sistema de salud. No voy a mencionar tampoco el tema de los alimentos prescritos. Después de más de 47 años de trabajo de un obrero, el sistema médico revolucionario no era capaz de garantizarle ni siquiera la posibilidad de una muerte digna y medianamente gratuita. Hoy en Cuba, cada familia que tiene un enfermo grave o de cuidado debe convertirse forzosamente en un pequeño sistema de salud con los recursos que pueda agenciarse por sí misma.
Lo anterior no es una excepción, sino apenas una muestra. Me consta que el sábado 27 de septiembre de 2008, en la sala de terapia intensiva del hospital pediátrico de Centro Habana no había jeringuillas enterales, de las que se utilizan para pasar los alimentos por levín y que se venden –de plástico- en CUC a un costo de 2.85 (alrededor de 70 pesos corrientes) la unidad; dos semanas atrás asistí al insólito hecho de que en el Instituto de Gastroenterología de esta ciudad solo había disponible una silla de ruedas para el traslado interno de los pacientes; que en la ambulancia “especializada” que transportó a una familiar mía a ese centro no había camilla ni paramédicos, de manera que la ataron a una silla en la parte posterior del vehículo, tal como si fuera un costal de viandas; que acceder a una cama Fowler o a otros adminículos que humanizan la atención al paciente constituyen quimeras… La lista de miserias que pudieran aportar otros, con sus experiencias personales en cada caso, sería interminable y la respuesta oficial sería solo una: el bloqueo. Sí, es un bloqueo: un bloqueo sistemático y selectivo que golpea solo a los de abajo, porque los ancianos señores de la casta brahmánica insular, pese a que sabemos de algunos de ellos que están muy enfermos, jamás han sido vistos como pacientes en las sucias salas de espera u otras dependencias de nuestros maltrechos hospitales, aunque ahora fantaseen con lo contrario.
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